

Geburah

El Renacer del Caído: La Forja del Infierno.
¡Oh, mi buen lector! Dispóngase usted a escuchar, que lo que aquí se narra no es una fábula para dormir niños ni un vano intento de aleccionar a los moralistas de nuestros días, sino la crónica de cómo el primer ángel caído, despojado de su luz y nombre, halló en el abismo la chispa para forjar un nuevo reino, tan terrible como magnífico. Sírvase de su atención, pues lo que le relato es más fascinante que los delirios de un alquimista y más sombrío que las notas de un réquiem.
Sucedió, pues, que después de la expulsión de Samael, el que en los cielos fuera guardián del orden y voz de la razón, fue encadenado en el Sheol. Allí, en el vasto y yermo vientre de la creación, su destierro se tornó una prueba más terrible que la muerte misma. No era aquel lugar un refugio para almas cansadas ni un retiro para los errantes del espíritu, sino un caos de desechos celestiales y humanas miserias. Todo lo que no hallaba lugar en la perfección de los cielos era arrojado allí, como un artesano que abandona sus obras defectuosas en un rincón oscuro de su taller.
El Sheol, mi buen amigo, no era más que el reflejo de los caprichos divinos y la ambición humana. Aquel lugar, rebosante de almas condenadas, pronto se convirtió en un lodazal de desesperación, un revoltijo de gritos, llantos y pecados acumulados. Cada alma que llegaba parecía añadir un nuevo ladrillo al muro de su propia ruina. Y Satanás, ahora desprovisto de su luz, se vio obligado a caminar entre aquellos escombros de la existencia, como un rey destronado que contempla su reino en ruinas.
No tardó mucho, empero, en darse cuenta de que la situación era insostenible. “¡Qué ironía cruel!”, pensó. “Me llaman el Señor del Caos, y aquí me hallo, encerrado en el desorden más absoluto”. Pero ¿qué podía hacer un ser despojado de su poder divino, encadenado por decretos más fuertes que el hierro y confinado en un abismo del que no podía escapar? Oh, lector mío, no subestime usted el ingenio de un espíritu caído, pues no hay adversidad que pueda sofocar el fuego de una voluntad resuelta.
Fue en medio de aquella desesperación que Satanás tuvo un encuentro que cambiaría su destino. Un ser cuya naturaleza escapaba a toda comprensión mortal apareció ante él: un Demiurgo, un señor de los mundos exteriores, aquel que mora en las ideas y no en la materia. Era una criatura antigua y ajena, cuyos pensamientos eran un laberinto sin salida y cuya presencia llenaba el aire de un extraño y gélido consuelo.
“¿Qué buscas aquí, hijo del cielo caído?”, le dijo el Demiurgo, su voz resonando como el eco de un trueno distante.
“No busco consuelo ni redención”, respondió Satanás, “pero este lugar, que es mi prisión, necesita orden. Estos lamentos, este caos, este desperdicio de existencia… todo clama por una mano que los guíe. Si no puedo volver al cielo, entonces convertiré este abismo en un reino digno de mi nombre”.
El Demiurgo, complacido por la resolución del ángel caído, le ofreció su ayuda. No podía devolverle la luz que le había sido robada, pero podía darle algo aún más valioso: conocimiento. Y fue así como Satanás recibió un nuevo apellido, Blackstar, símbolo de su renacimiento bajo el manto del Demiurgo. Con este nuevo nombre y el conocimiento conferido, comenzó su obra maestra.
En poco tiempo, el Sheol se transformó. Donde antes imperaba el caos, ahora se levantaban estructuras de oscura majestad; donde antes reinaba el lamento, ahora se alzaban cánticos de poder. Satanás convocó a las almas más fuertes y astutas, aquellos que podían soportar la carga de liderar a los demás, y les concedió títulos que reflejaban su verdadera naturaleza. Fueron llamados los Siete Pecados Capitales, y bajo su guía, el Sheol dejó de ser un vertedero de almas para convertirse en el Infierno: un reino donde los condenados encontraban un propósito y los demonios hallaban su hogar.
Pero, ay, mi lector, no crea usted que los cielos ignoraron esta transformación. Los ángeles observaban con recelo y, en el rostro de Metatrón, la envidia y el temor se mezclaban como un río turbulento. “¿Cómo puede Satanás prosperar en su exilio?”, se preguntaban. Y aunque los cielos se deleitaban en su propio esplendor, no podían evitar mirar con aprensión hacia el Infierno, temiendo que aquel reino sombrío se convirtiera en una amenaza para su propia gloria.
Así, mi buen amigo, concluye este capítulo de nuestra crónica. Satanás, el caído, había demostrado que incluso en el abismo más profundo, la voluntad de crear puede transformar el desorden en grandeza. Pero no se engañe usted, pues esta historia no termina aquí. El Infierno, aunque próspero, no estaba destinado a permanecer en paz, y las ruedas del conflicto ya comenzaban a girar.

“Incluso despojado de luz, mi sombra ilumina el camino para aquellos que se atreven a seguirme.”
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“El caos es solo orden por descubrir, y el abismo, un lienzo donde mi voluntad forja su legado.”
La Guerra de las Estrellas Caídas.
En aquellos días, cuando el Infierno había dejado de ser el caos y la oscuridad que lo definían, y comenzaba a erguirse como un reino de orden sombrío, los cielos, que antes cantaban himnos de gloria, se vieron sorprendidos por el giro de los acontecimientos. Pero no fue la mirada de Yahveh quien primero posó su atención sobre el recién formado dominio de Satanás, sino la del arcángel Miguel, aquel que se consideraba, no sin razón, la mano derecha del Creador.
Miguel, que había sido testigo del desorden creciente en los cielos, algo que pocos se atrevían a observar, comenzó a ver con ojos inquietos cómo el orden celestial que tanto había jurado proteger se desmoronaba desde dentro, corrompido por las mismas manos de aquellos a quienes se les confiaba la pureza del cielo. La arrogancia, cual plaga invisible, se había infiltrado en el corazón de los ángeles, quienes, en su altivez, permitieron que entidades oscilantes entre la luz y la sombra entraran en sus dominios, y, por designio divino o no, sembraron la semilla de una corrupción que no tardó en brotar.
No obstante, Miguel, como todos los seres elevados en el cielo, no era ajeno a la vanidad, y su alma, aunque recia en su fe, se hallaba acosada por el mismo mal que se cernía sobre sus hermanos. En su corazón, una sed insaciable por la luz que había sido arrebatada a Samael, la cual consideraba merecer más que nadie, se fue incubando como un veneno. No se trataba de un deseo mundano o de un capricho vano, sino de la creencia firme de que sólo él, por su lealtad y sacrificios, debía ser el nuevo Señor Celestial. ¡Ay, cuánto deseaba esa luz que le fue negada, esa luz que sentía suya por derecho, y cómo se enfurecía cada vez que veía que Metatrón, aquel cuya humildad nunca llegaría a entender, se erigía como el custodio de tal poder! ¿Cómo había de permitir que tal blasfemia manchara los cielos? ¡Inconcebible! Pero nunca osó manifestar en voz alta lo que su alma sentía en lo más profundo.
Cuando el Infierno, bajo el nuevo orden instaurado por Satanás y sus Siete Pecados, se alzó como un reino desafiante, Miguel vio en ello la excusa que había estado esperando para canalizar su furia y demostrar, por fin, que él era el único digno de portar la luz arrebatada, que él, y solo él, era el único capaz de restaurar el orden. Ya no bastaba con que el caos del Infierno amenazara los cielos; ahora, ese reino oscuro debía ser exterminado. Para ello, Miguel solicitó a Yahveh la divina intervención, argumentando con su acostumbrada vehemencia que el orden celestial se vería devastado si ese reino siniestro alcanzaba siquiera una pizca de estabilidad.
Y así, bajo la mano de Yahveh, se declaró la guerra contra los Pecadores, con Miguel a la cabeza de los ejércitos celestiales. Era un combate que Miguel veía como la oportunidad de demostrar su valía, de reclamar para sí mismo lo que, en su corazón, consideraba un derecho divino.
Pero, oh, cómo el orgullo de Miguel lo cegó a la realidad. No sería una batalla sencilla, como él creía. Los demonios, dirigidos por Satanás y los poderosos Siete Pecados, no solo enfrentaron a los ángeles, sino que con fuerza y furia inusitada, expulsaron a los celestiales del mismo Infierno, devolviendo la ofensiva con una violencia tal que los cielos se vieron obligados a retroceder. El Infierno, que se pensaba una mera prisión, se mostró ser un reino en el que la fuerza y el orden se mantenían con tanto celo como el mismo cielo. Los demonios, bajo la dirección de su monarca infernal, defendieron su tierra con fiereza, y la guerra entre las huestes celestiales y las huestes infernales se desató con la furia de un tormentoso relámpago.
Así, querido lector, si pensaba que la historia de nuestro hidalgo demoníaco y su lucha contra los cielos llegaba a su fin, se engaña usted. Pues aunque Miguel y sus ejércitos marcharon con la arrogancia de quienes creen tener la verdad a su favor, se encontraron con un Infierno más feroz de lo que jamás imaginaron. Y esa guerra, como todas las guerras, no se dirimiría en un solo encuentro, sino en una serie de batallas que determinarían no solo el destino del Infierno, sino también el del cielo y la misma naturaleza del orden y el caos.

“Soy el juicio de lo que los cielos desechan, el eco de su vanidad y el arquitecto de lo que no pudieron controlar.”
La Caída del Eterno Regente
¡Mas nada en este mundo, ni en los cielos, ni en los abismos, es eterno! Aunque el Infierno había sido templado y erigido bajo el férreo control de Satanás, con el tiempo, incluso los dominios de fuego y oscuridad comenzaron a resquebrajarse. Un sinnúmero de pecadores, nuevos y más audaces que los anteriores, llegaron a sus puertas, aquellos que veían en el Infierno un lugar de festín y hedonismo eterno, en el cual desatar sus más abyectos deseos sin temor alguno al castigo. Pronto, la calma establecida por el Rey Infernal empezó a desmoronarse, y con ello, se abrieron flancos insospechados de traición y caos.
De entre sus más cercanos, su propio hermano, el demonio Belcebú, se alzó en contra de él, corrompido por la misma eternidad que había tratado de dominar, su carne ya no era sino una sombra putrefacta de lo que alguna vez fue. ¡Ah!, y la oscuridad que había forjado Satanás en su reino comenzó a desbordarse, pues el mismo Belcebú, aquel hermano al que había confiado tanto, trató de derrocarlo con la vil esperanza de apoderarse de los dominios del Infierno. Sin embargo, como las más ciegas de las traiciones, esta rebelión encontró su fin en la caída misma del rebelde, y Satanás, al ver fracasar su hermano en tan desdichada tentativa, ya no pudo evitar sentir la presión de la paranoia: ¿qué más se tramaba en sus dominios? ¿Qué otra traición se fraguaba entre las sombras de su propio reinado?
La paranoia se convirtió en un enemigo invisible que, al igual que el tiempo, devoraba el alma del Rey Infernal. A medida que los mortales, en su inocencia, eran adoctrinados por las iglesias que hablaban de un Infierno lleno de sufrimiento, y los cielos continuaban su eterna ofensiva, Satanás vio cómo se resquebrajaba su autoridad. El trono que había construido con paciencia y esfuerzo comenzó a desmoronarse como una torre de arena frente al viento. En su desesperación, adoptó medidas más drásticas, apresuradas, e incluso suicidas. Un plan que no podía sino ser condenado al fracaso. En su búsqueda por restaurar el orden y afianzar su dominio, fue apresado por los Demiurgos, esas entidades que ya no eran de este mundo, y se vio arrastrado a una prisión que superaba la comprensión misma de su astucia.
Y así, lo que antes había sido su vasto reino, lleno de poder y dominio, se desvaneció, y no solo perdió la libertad, sino también a sus fieles demonios capitales, quienes se vieron obligados a rendirse ante la fuerza y la astucia de aquellos que lo habían derrotado. Como si el destino, siempre cruel y caprichoso, le hubiera negado toda oportunidad, Satanás se vio obligado a abandonar su trono, y en su lugar, surgió una figura nueva, un ser de poder oscuro que se alzó de entre las tumbas y los túmulos de un Infierno ya desbordado. ¡Mephistopheles! El nuevo Señor Infernal, que con una mano de hierro y una lengua venenosa, se adueñó del reino que un día fue de Satanás.
Sin embargo, como suele suceder en los cuentos que forjan el destino de los grandes, Satanás no permanecería en la oscuridad por siempre. Tras mucho tiempo en su celda de tormentos, él, el Rey Infernal, logró escapar. ¡Oh, cuán sabroso es el sabor de la venganza cuando es servido en el plato del tiempo! Y así, con un fuego renovado en su pecho y un pacto firmado con sangre y desesperación, Satanás, dispuesto a todo por recuperar su reino, se alió con el traidor ex-prometido de Mephistopheles, un demonio conocido por su nombre y por su propio destino oscuro: Nemesis Devil. Con él, Satanás volvió a la guerra, no solo para arrebatar su trono, sino para devolver a su traidor hermano Belcebú a la podrida verdad de su traición. Y si el precio por la victoria debía ser soportar la presencia de Belcebú a su lado, un precio era poco cuando se trataba de la restauración de su propio dominio.
Así, como aquel río que no se puede detener y sigue su curso incluso entre las piedras más grandes, Satanás marchó hacia su destino, dispuesto a recobrar lo que, por su arrogancia y confianza, había perdido. Pero como toda guerra, esta no sería fácil ni rápida, y el camino que recorrería estaría lleno de traiciones, pactos rotos y luchas entre las sombras del Infierno mismo.