

Yesod

El Destierro de la Serpiente Alada
No había paz en los cielos, ni en las tierras infernales. Mientras Satanás descansaba en el oscuro abismo de su reinado, creyendo que el tiempo y la gloria del Infierno nunca habrían de ceder, el arcángel Miguel, con su mirada fulgurante y su mente aguda, ya tejía hilos invisibles sobre la telaraña de su eterno combate contra la serpiente alada. Él, conocedor de la naturaleza de su adversario, sabía que la oscuridad no descansaría, que el enemigo resurgiría de sus propias cenizas como el fénix, tan incansable como el viento.
—¡Ay! —exclamó Miguel—, ¿qué paz podría haber en el firmamento si esa alma condenada sigue planeando su regreso?
Y no se equivocaba, pues, como un río que no se sacia de su propio cauce, la serpiente alada, aún encerrada en sus dominios infernales, planeaba su retorno. Mas Miguel, con la visión aguda de quien ve más allá de los límites del tiempo, había previsto que su enemigo no permanecería quieto. Aquel demonio, cuyas alas oscuras batían con fuerza en los vientos del mal, pronto haría su aparición nuevamente. Pero esta vez, pensó el arcángel, no sería una lucha común, sino una guerra sin posibilidad de retorno. Ya no bastaba con encerrar a Satanás, ni siquiera con reducir su poder. Miguel pensó en algo más radical, algo que desterrara su existencia de una forma definitiva.
Y fue así como recurrió a los secretos más oscuros del universo, aquellos susurrados por los ecos del Caos. Un ritual antiguo y prohibido, conocido solo por los sabios de las estrellas muertas y los dioses olvidados. Miguel, lleno de resolución y con la determinación de un ser que no teme al sacrificio, empezó el conjuro. Con manos que temblaban de la pura fuerza de su fe, arrancó el alma del señor infernal de su forma corpórea, arrancándola de su existencia, llevándola lejos, a un lugar donde la luz nunca alcanzaría. Un lugar donde no había ni gloria ni sombra, donde Satanás sería solamente una leyenda, una memoria lejana.
—¡Y ahora te ataré, Satanás! —gritó Miguel con voz llena de furia y victoria—, como la cuerda que ata al caballo salvaje, así ataré tu alma a una dimensión vacía, donde tu nombre será olvidado, donde tu poder será una ilusión distante. ¡Lejos de nuestros cielos, lejos de todo lo que alguna vez fue tuyo!
Satanás, cuya furia siempre había sido incontenible, vio su poder dividido en siete fragmentos, siete llaves que quedarían dispersas en ese lugar lejano, desconocido y ajeno a su esencia. Así, el demonio ya no tendría acceso a lo que alguna vez fue suyo. Nada quedaría de él, salvo las ruinas de su propia gloria, convertidas en mitos y sombras.
—¡Que este nuevo mundo sea tu prisión eterna! —exclamó Miguel, el arcángel vencedor—. ¡Aquí quedarás, sin poder para destruir, sin alma para corromper, sin poder sobre nada! ¡Que este sea el fin de tu reinado!
Y así, con un solo gesto, Miguel completó su conjuro. Satanás, en su eterno orgullo, ya no sería más que una leyenda vacía, un recuerdo despojado de poder y de significado. El Infierno caería en el olvido, y el infierno de los cielos ya no sería más que un sueño lejano. ¿Y qué sería de la serpiente alada sin su gloria, sin su influencia, sin su maldad? Nada. Sólo el eco de una historia que ya no podía recordar.

“El exilio no es un castigo, sino una pausa. Y créeme, incluso los dioses temen el día en que alguien como yo decida volver al escenario.”

“No busco tu confianza ni tu fe; basta con que me temas lo suficiente para no interponerte en mi camino.”
“El Encuentro en las Sombras de Noxis”
En los oscuros recovecos de las dimensiones, donde los hilos del destino se entrelazan y los dioses mueven sus peones sin piedad, había algo que Satanás no había previsto: la astucia de su eterno adversario, Miguel. El arcángel, cuyo poder nunca se limitó a la mera creación de cielos, había tejido una trama aún más intrincada que los hilos de su propia traición.
La verdad es que no bastó con encerrar a Satanás en una prisión sin fronteras, ¡no! Miguel, impulsado por un celo divino que solo los cielos conocen, recurrió a las artes más sombrías y antiguas. Con un ritual olvidado por los dioses mismos, arrancó el alma de Satanás de su cuerpo infernal, enviándolo a un mundo sin ley, sin poder, sin rastro de su dominio.
Satanás se encontró exiliado, atado a un cuerpo mortal, como el alma condenada que no puede recordar su origen. Pero, en su corazón de fuego, no había ni resignación ni desesperanza. Un demonio como él no se sometería al olvido. Y así, pese al destierro, se comunicó con su fiel general, Nemesis. ¿Quién mejor que su “araña”, esa criatura que alimentaba su propia esencia del dolor ajeno?
No hubo preguntas de origen ni explicaciones sobre cómo Nemesis logró encontrarlo. Satanás confiaba en él, como confiaba en la verdad que siempre le había sido revelada en los rincones más oscuros del Infierno. Era su aliado, su sombra, su confidente. Juntos, en silencio y sin preguntas, establecieron un pacto silencioso.
Por los caminos tortuosos de esta nueva dimensión, Satanás, oculto en un cuerpo humano, adoptó la identidad de “Santiago Delacroix”. No fue por casualidad que se uniera a los herejes, ni por azar que se aproximara a Jeanne D’Arc, la mujer que luchaba por un mundo diferente, uno mejor… o al menos eso creía. Santiago, como un espectro entre sombras, se mantuvo distante, sin revelar su verdadero propósito. Se le concedió el titulo de “General de la Apatía”, un título que se ajustaba perfectamente a su naturaleza, tan fría y distante como los cielos que lo habían arrojado a este lugar.
Jeanne, aceptó su ayuda sin preguntar demasiado, como quien recibe el poder de un sol que aún no brilla, pero que promete iluminar el camino. Sin embargo, Satanás, cansado de traiciones y artimañas, decidió mantenerse lejos de las miradas celestiales. Su objetivo era claro: buscar las siete llaves, romper su sello y, tal vez, hacer que el sueño de Luzbel – de quien tantos hablaban, pero pocos comprendían – se cumpliera.
La fuerza que, en su encierro, le había quedado, Satanás la canalizó en la forma de una sombra oscura, en la esencia del felino dorado que, ahora convertido en su portador, recorría la tierra de Noxis para ser su emisario. Y aunque aún desconocía qué le deparaba el futuro, una certeza permanecía intacta en su pecho: en algún lugar, las llaves lo esperaban, y con ellas, el poder que le permitiría desafiar a los cielos una vez más.

“El mundo no necesita salvadores ni villanos; solo espectadores que entiendan que el caos y el orden son las dos caras de una misma moneda.”
La Fiesta de las Sombras y el Caballero de Guerra
En la vasta urbe de Noxis, donde las estrellas se miraban a sí mismas en un firmamento despojado de inocencia, los rumores serpenteaban como ecos de antiguas profecías, susurrando secretos velados al oído de los incautos. Santiago Delacroix, aún como un espectro en las penumbras, se hallaba inmerso en un entramado tan oscuro como fascinante, uno que, con cada hilo desentrañado, lo arrastraba inexorable hacia un destino tan ineludible como misterioso.
De sus pesquisas acerca de los ataques que asolaban a los Arcadienses e Inmortales, perpetrados presuntamente por una facción conocida como los Chasseurs, no extrajo más que un manto de incertidumbre tejido con la pesada urdimbre de la sospecha. Como si el propio aire de Noxis se hubiese convertido en un laberinto de intrigas, Santiago percibió que algo mucho más siniestro se fraguaba entre las sombras. Ya no era solo un espectador; la llamada del caos le susurraba en cada rincón de la ciudad, convirtiéndolo en actor involuntario de una tragedia aún no escrita.
Fue entonces cuando la solemnidad de la urbe fue quebrada por una convocatoria oficial de la policía Arcadiense, la cual, alarmada ante la creciente ola de ataques, anunció una rueda de prensa. Bajo el fulgor de las cámaras y los destellos de los focos, los funcionarios expusieron con rostros tensos que la mano de los Chasseurs no era la única sombra tras los crímenes. “Algo más,” dijeron, pero sus labios, amordazados por el miedo, no osaron pronunciar aquello que sus entrañas temían. La ciudad, como una bestia herida, murmuraba inquieta, mientras el temor crecía como una hiedra venenosa.
De entre la multitud, una figura se alzó con el porte de un águila imperial. Era un noble de semblante imponente y mirada insondable, quien, al final de la conferencia, se presentó como “Alexios”. Su voz, profunda y llena de un magnetismo inusual, resonó al anunciar una celebración en su residencia, situada en el corazón de Noxis. “Una fiesta,” dijo, “donde las sombras de esta ciudad se encontrarán con la luz de la revelación.”
Santiago, quien hasta entonces se había mantenido al margen, observando con el ojo crítico de un estratega, no pudo ignorar la resonancia de aquel nombre. “Alexios,” musitó, como si el eco de tiempos pasados despertara una memoria distante. Intuyendo que tras esa máscara de nobleza se ocultaban hilos invisibles, tomó una decisión. Acudiría a la fiesta, no como el hombre que Noxis conocía, sino como la serpiente alada, el titiritero que acecha entre bastidores.
La velada transcurrió con toda la pompa que cabía esperar de un anfitrión tan acaudalado. Los asistentes, ajenos al abismo que se cernía sobre ellos, danzaban y bebían bajo el resplandor de los candelabros. Pero cuando la medianoche se aposentó como un huésped no invitado, Alexios, con un gesto teatral, retiró la máscara que cubría su rostro. Y así, la verdad se desveló con la crudeza de un relámpago: no era un simple hombre, sino uno de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. “Guerra,” se proclamó, y su voz retumbó como el fragor de mil batallas.
—¿Qué valéis, pobres mortales, ante el fuego de la guerra que arde en mis entrañas? Venid, si os atrevéis, y probad la batalla que os ofrezco. No hay honor ni gloria en huir del destino que os aguarda.
El aire se tornó pesado, las risas se ahogaron, y un frío sepulcral invadió el salón. Santiago, aunque mantenía la fachada de un conejo desinteresado, sintió una chispa encenderse en su mente. “Aunque sean dimensiones distintas, no todo es diferente,” pensó. “Las similitudes existen.”
En medio del caos que siguió, Santiago observó cómo un militar de Noxis, diestro en el arte de la guerra, se adelantó con valentía. De un solo tajo, desprendió el brazo de la sombra que Guerra había proyectado. Sin pensarlo dos veces, Santiago aprovechó el frenesí. Como un relámpago oculto entre las tinieblas, se lanzó con elegancia letal, alzando una guadaña cuyo filo brilló como el juicio final. Y con una sonrisa que helaría el alma, asestó el golpe definitivo.
—Son aún más de lo que podría desear —murmuró, deleitándose con la ironía de aquella revelación.
El cuerpo de Guerra cayó, no sin antes proclamar con un rugido que heló la sangre de los presentes: uno de los fragmentos del Espejo, aquella reliquia que todas las facciones de Noxis codiciaban, se hallaba en Ailesilum, un reino maldito donde el hielo eterno reinaba sin clemencia.
Con aquella revelación, Santiago abandonó la mansión. Su paso era ligero, pero en su pecho ardía un fuego renovado. Mientras descendía hacia las catacumbas, una sonrisa adornaba su rostro. Había conseguido lo que necesitaba, pero más aún, sentía que algo mucho más profundo comenzaba a despertar en su interior. Una llama, antigua y poderosa, comenzaba a arder con un fulgor que no había sentido en eras.

“Un estratega enmascarado por la apatía, cuya ambición arde silenciosa mientras contempla el caos como un tablero por conquistar.”
El Fragmento de la Eternidad y las Puertas del Caos
Era aquella mansión, antaño hogar del Jinete del Apocalipsis, un vestigio silencioso donde la memoria y el polvo disputaban entre sí la posesión de los salones abandonados. Santiago Delacroix, con porte digno y las largas orejas de su naturaleza animal elevándose en elegante señal de vigilancia, avanzaba por aquellos corredores como un explorador en tierra ignota. Cada gaveta abierta, cada umbral cruzado era para él como un susurro del pasado que, si bien no revelaba aún su secreto, prometía riquezas que solo un ser como él sabría reclamar.
Al volver a la presencia de Lady Jelena Fitzroy, General de las Normas, le recibió esta con la severidad calculada de quien mide cada palabra como si fuese un clavo en el ataúd de la ignorancia.
—Monsieur Delacroix —dijo, con aquella compostura glacial que hacía parecer que el tiempo mismo temblaba a su voluntad— El espejo del que hablamos no es ornamento ni curiosidad. Les Inmortels dependen de su hallazgo, y no hay espacio para el error.
No tardó el destino, caprichoso en su estilo habitual, en arrastrarle hacia un nuevo escenario: la boda en el helado reino de Ailesilum. En el trasfondo de aquel enlace, otro fragmento del espejo aguardaba, oculto en el gélido manto del territorio. Para la Herejía, asistir a la ceremonia era cuestión de honor; para Santiago, un tablero nuevo en el cual posicionar sus piezas.
El viaje hacia aquel lejano enclave se realizó en un tren majestuoso, cuyos vagones parecían más salones de un palacio ambulante que simples vehículos. Santiago, instalado en un compartimiento adornado con terciopelos oscuros y candelabros balanceantes, observaba con detenimiento a los demás pasajeros, no tanto por curiosidad, sino por ese perpetuo cálculo que define a un estratega nato. Fue en este contexto donde su mirada encontró a Belial, Pecado Capital de la Ira, una criatura cuya teatralidad contrastaba de manera fascinante con la sobriedad que solía acompañar a Delacroix.
—Oh, Milord Delacroix —exclamó Belial con una sonrisa cargada de malicia y encanto— dígame, ¿qué sería de este tedioso viaje sin la luz de su insólita compañía?
Santiago, con su habitual mezcla de cortesía y aristocrática arrogancia, respondió:
—Mi dama, os aseguro que es usted quien ilumina con su presencia lo que, de otro modo, sería un simple tránsito entre estaciones.
La conversación entre ambos fue un juego de ingenios, tan elegante como afilado, que sólo aumentó el respeto de Santiago por la Capital. Allí donde otros veían un volcán de ira contenida, él percibía un espíritu cuya furia estaba controlada por una mente calculadora. “Así debió haber sido Gunnar” pensó fugazmente, recordando a su antiguo camarada, “Si no hubiese dejado que la cólera le consumiera.”
Finalmente, el tren llegó al Reino del Hielo Eterno, un lugar donde el frío no solo congelaba la carne, sino que parecía calar hasta los huesos del alma misma. Santiago, mientras descendía del tren, no pudo evitar una mirada de melancolía, pues el paisaje helado le recordaba los rincones más oscuros de su reino perdido, aquel Infierno que antaño gobernara con diez alas desplegadas y un cetro irrompible.
La ceremonia de bodas comenzó entre murmullos y miradas veladas. Sin embargo, la calma fue efímera. La irrupción de Shawtee McRory, acompañada de un policía arcadiano, fue como un rayo que desgarró el tenue velo de la diplomacia. Las acusaciones contra el novio eran tantas que parecían querer llenar las grietas de los muros helados. Santiago, único entre los presentes que intentó devolver la sensatez al salón, se encontró solo en su empresa, pues la multitud, más ávida de espectáculo, le ignoró.
Cuando el caos parecía haberse instalado como un invitado más, Uissiel, aquel a quien todos consideraban un simple peón, demostró ser mucho más. Cuando nadie lo esperaba ni lo consideraba, obligó a la reina a abrir una puerta sellada durante siglos. Lo que esta acción liberó no fue un mero fragmento del espejo, sino al Rey Maldito y a su nueva corte, figuras de poder tan antiguo que incluso el tiempo parecía dudar ante ellas.
Santiago observaba aquel espectáculo con una mezcla de fascinación y desdén. “Otra vez el caos disfrazado de novedad” pensó, aunque no pudo evitar que una chispa de ambición se encendiera en su mirada.
—Una puerta… —murmuró, casi como si hablara consigo mismo— Si logro redirigir su propósito, ¿qué más podría abrir? ¿Acaso los senderos de mi pasado olvidado? ¿O tal vez los caminos hacia un destino que aún no ha sido escrito?
Y así, mientras el Pandemonio se alzaba como una nueva facción en el tablero de Noxis, Santiago Delacroix comenzó a trazar un plan. Uno que, como todos los suyos, no buscaba meramente sobrevivir al caos, sino transformarlo en un escalón hacia la eternidad.